Una vida líquida

Una vida rígida, demasiado profunda, puede caer en el fundamentalismo (incluso del no fundamentalismo) y arribar en el aislamiento y en el empobrecimiento de la realidad. Por el contrario una vida líquida, sin preguntas, sin advertir un significado, es fácil que derive en el individualismo, el egoismo, en el afán de tener para conseguir ser feliz. Tener más de todo, rápido, consumible, sin dificultad… ¿Qué es lo que quiero? ignorando ¿Qué es lo que la vida quiere de mi? Así, la vida relacional queda reducida a un intercambio de transacciones, destinada a un objetivo instrumental. El sentido existencial es el consumismo. Una adicción a los productos que el grupo de referencia marca como tendencia. El mercado exige rapidez, conexión permanente, desapego. Un frenesí de estímulos que devalúan el silencio, el compromiso, la contemplación, la participación, la creación, el esfuerzo, el ritmo de la naturaleza… donde el otro deja de ser un misterio para ser un producto consumible de afectividad, sexual, económico…

Cuando la vida está en sintonía con los ritmos del cuerpo, de la naturaleza, del corazón, de algo mayor (llámese un sentido, una meta trascendente, una inteligencia mayor, una fuerza que guía) y tiene un fin relacional “patrocinio de la vida amorosa en todas sus formas” (Gilligan, 2008), está más cerca de la plenitud existencial.

En palabras de Gary Zinder “… una vida dedicada a la simplicidad, a la justa valentía, al buen humor, a la gratitud, al trabajo y al juego incansable, y con largas caminatas…”

Aceptar la vida en todas sus formas también tiene que ver con mirar el dolor, la muerte, los miedos. No es preciso una vida de asceta, de renuncia del placer y de los deseos materiales. Si es preciso una vida que mire a una campo relacional más amplio, a unos orígenes (ancestros). Se trata de un equilibrio entre la propia individuación y una relación con algo más grande, un servicio al sistema familiar y a la vida. Este servicio se orienta con lo más profundo de cada uno (el susurro de las estrellas) y se experimenta con alegría y plenitud. No tiene que ver con la rentabilidad, ni con los medios, ni con los resultados. Si tiene que ver con algo único, personal y ajeno a las tendencias sociales.

Una visión integradora que asiente a los opuestos (yo-tú, masculino-femenino, mente-cuerpo, individual-colectivo, consciente-inconsciente, amor-odio, vida-muerte…) y honra las diferencias, transforma el conflicto en fuerza. Necesitamos atender a nuestro lado consciente, cognitivo, racional… y a nuestras profundidades, inconsciente, alma, corazón…

Una visión separada, excluyente, desconecta del ritmo de la vida y está en relación con un desafecto en el núcleo de la persona (no es digna de amor), provocado por interrupciones, rupturas o fidelidades a campos de memoria (creencias con origen en otros contextos), y lealtades a destinos de otros (un amor ciego con renuncias, sacrificio…). Es una vida vulnerable al poder de los diferentes sistemas.

Se puede decir que hay una identificación con una parte que no es la esencia de la persona. No hay sintonía con la fuerza que guía la vida. Por lo tanto es necesario validar, patrocinar, atender, la verdadera identidad y esto es posible cuando se integra la fuerza racional y la fuerza profunda, oscura. Para ello es preciso, recurrir a escuchar el cuerpo, el corazón, adecuarse a su ritmo, nutrir el alma… en definitiva descubrir ¿qué quiero yo? y ¿qué quiere la vida de mi?

Carlos Moriano

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